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jueves, junio 17, 2004

Ruidos 

Los guantes mágicos (Argentina, 2003). Dirigida por Martín Rejtman. Con Vicentico Fernández Capello, Valeria Bertuccelli, Fabián Arenillas, Susana Pampín, Cecilia Biagini, Diego Olivera y Leonardo Azamor. Ficha técnica.
ESTRENO
Puntaje: 10. En los diarios: Diego Batlle (La Nación): 8, Diego Lerer (Clarín): 8, Martín Pérez (Página/12), Paraná Sendrós (Ámbito Financiero): 4.

Llego tarde: hace tres semanas que está en cartel Los guantes mágicos. Sin embargo, la paupérrima oferta de la cartelera porteña relega la posibilidad de mirar películas a videos, DVDs o a reincidir en el cine con algo ya conocido. Hago una re-visión de la última obra de Rejtman, entonces. O una re-escucha. Muchos han detectado en este director un entramado de circulación de bienes perfectamente cuantificables (un perro, pastillas, guantes, viajes en auto, la cantidad de cigarrillos que fuman los millones de chinos y varios etcéteras). Si bien este procedimiento es evidente -y repetido en el mundo de sensaciones Rejtman- el hallazgo de Los guantes... está en que el intercambio no se limita a lo visible. Y aquí es donde el director abre la cancha a nuevas posibilidades cinematográficas y reserva un lugar para un movimiento mucho más sutil, un trueque auditivo donde cada cual atiende su juego.
Los personajes -además de estar caracterizados con determinados peinados, ropas y objetos- detentan sonidos que les son propios. Piraña es su disco; su hermano Luis, una respiración insoportable; Cecilia, la canción de Gieco. Y la enumeración podría continuar hasta el colmo de lo invisible, que es la profesora de yoga, apenas una voz perfectamente delineada.
Los ruidos también delimitan espacios y objetos. La porno que están rodando en el mini-gimnasio se reduce a un conjunto de gemidos: Rejtman muestra irónicamente el cartelito "Silence. Shooting".
Para Alejandro es clave la visita al otorrino: a partir de ese momento su conexión con el auto -que según Cecilia "le quiere decir algo"- va a ser distinta. Empieza a oír ruidos que no había notado e incluso intenta reproducirlos con una desopilante catarata de onomatopeyas. (Su Renault 12 apenas tiene radio AM mientras que el pistero suena tremendo).
Es un amor incondicional: Alejandro no escucha la música que escuchan todos, oye su auto. Y cuando lo pierde se aproxima a otros R12, pero sabe que no van a sonar igual.
En sus "Fragmentos de un discurso amoroso", Roland Barthes sentenció: "Aunque todo amor sea vivido como único y aunque el sujeto rechace la idea de repetirlo más tarde en otra parte, sorprende a veces en él una suerte de difusión del deseo amoroso; comprende entonces que está condenado a errar hasta la muerte, de amor en amor". Alejandro, como todo enamorado, sigue en la carretera, buscándolo.
Agustina Larrea.

Gritos y susurros  

Te doy mis ojos (España, 2003). Dirigida por Icíar Bollaín. Con Luis Tosar, Laia Marull Y Candela Peña.
ESTRENO
Puntaje: 7

Vi Te doy mis ojos media hora después de soportar Las invasiones bárbaras. Y decidí -impune, de eso se trata un poco el acto de escribir- separarlas en dos categorías: la aclamada creación de Denys Arcand no es más que un aberrante conjunto de gritos, un pesado fardo plagado de grandilocuencias (nunca grandezas) que niegan al cine porque se rehúsan a cuestionarlo, porque -infinita verbosidad mediante- minimizan al que mira y le aclaran todo. Y cuanto más fácil mejor: el plano en el que se ve al avión incrustándose en las Torres Gemelas es el colmo del cine fillcar, jactancioso, unidireccionado, autocomplaciente y jetón.
Después de tanto alarido pedante vino, por suerte, Te doy mis ojos. Y la diferencia con la anterior fue evidente: la de Icíar Bollaín es un susurro, una de esas películas que se escabullen y le escapan al gran “tema” sin falsa modestia, que se erigen sin la necesidad de recibir aprobación de unas almas pretenciosas que venden su exclusividad a los asuntos importantes.
Te doy mis ojos no es ni más ni menos que una historia chiquita, bien contada, un grupo de personajes bien delineados y una directora que lejos de redimirlos -la tentación de hacerlo, sobre todo con el personaje del violento interpretado por Luis Tosar, era gigante- cuenta un cuento. Justamente, la narración falla cuando Bollaín intenta levantar la voz y ponerse a explicar: la inclusión de obras de arte con sus correspondientes mitos no hacen más que dirigir la mirada del espectador. Cuando esto no sucede, cuando el tono no se hace machacón, la historia no hace más que fluir.
Que sea militancia: ni el más mínimo préstamo de ojos para la fanfarrona bazofia canadiense y un poco más de atención al susurro español que en medio de tanta barbarie impostada resulta miel para cualquier oído decente.
Agustina Larrea.

posteado en cinequanon el miércoles 17 de marzo del 2004

La cruzada de la emoción  

Tierra de sueños (In America, Irlanda/Reino Unido, 2002). Dirigida por Jim Sheridan. Con Paddy Considine, Samantha Morton, Sarah Bolger, Emma Bolger.
ESTRENO
Puntaje: 4. En los diarios: Horacio Bernades (Página/12): ; Paraná Sendrós (Ambito Financiero): 6; Fernando López (La Nación): 8; Aníbal Vinelli (Clarín): 8. Metacritic: 74. Rotten Tomatoes: 89%.

"La muerte está tan segura de ganar que nos da toda una vida de ventaja","Lo esencial es invisible a los ojos", "Creer o reventar" o -voto por este último- "Felices los niños". Cualquier slogan banal podría ilustrar laintención de Jim Sheridan al realizar Tierra de sueños. Porque de eso se trata, de dejar un "mensaje", una especie de moraleja ante la caterva de dramas que rodea a una familia irlandesa que llega a Estados Unidos para hacerse la América. Si a esto le sumamos que el film está narrado por una nena (Sarah Bolger) que pasó por todas esas tragedias y sobrevivió -llamativamente sin el mínimo rasguño emocional- para contarlas, el cocktail puede llegar a indigestar hasta al estómago más entrenado. Nada parece derrumbar a esta chica, ni a su hermana (Emma Bolger), que en poco más de una decena de años vivió una larga lista de calamidades, a saber: 1) la muerte de un hermanito; 2) las desventuras de su padre (Paddy Considine) que no consigue trabajo como actor; 3) el embarazo de su madre (Samantha Morton) que por un problema sanguíneo corre riesgo de morir en el parto; 4) la enfermedad terminal de un vecino (Djimon Hounsou) 5) la falta de agua, de luz o de cualquier elemento que haga habitable el edificio donde viven. En su cruzada por emocionar a cualquier precio Sheridan juega inescrupulosamente con el riesgo de que a esas nenas les pase algo terrible (cuando, disfrazadas por Halloween recorren el edificio, cuando la hermana mayor dona sangre para el bebé recién nacido o cuando le hace respiración boca a boca al vecino Mateo). Tampoco los grandes quedan inmunes a la tentación del director de hacerlos vivir al límite: el padre trae furioso un aire acondicionado en medio del caótico tránsito neoyorquino, se pelea con el más malo de la cuadra, se gasta todos los ahorros para comprarle un muñequito de ET a su hija (el subrayado del marcador Sheridan en esta escena es tan obvio como sus ralentis y sus pausas oportunistas). Pero el punto máximo de aberración está en la escena del parto: mediante un montaje paralelo, que en otro contexto hubiera sido una proeza loable, en manos de Sheridan resulta una competencia por quién se muere primero (la madre, el vecino o la criatura a punto de nacer). El "chán" final: Tierra de sueños está dedicada a la memoria de un hermano del director, Frankie (el mismo nombre que tiene el nene muerto en la película). Ni siquiera se pueden rescatar las actuaciones de Tierra de sueños: Sheridan expone de tal manera a los intérpretes (Morton y Hounsou nominados al Oscar) que cualquier esfuerzo actoral desemboca en un solo camino: el de la vergüenza ajena. Los sucesivos milagros que se producen en esta siniestra tierra de sueños hacen el resto.
Agustina Larrea.

posteado en cinequanon el miércoles 25 de febrero del 2004.

Perdidos y encontrados  

Todavía más sobre Perdidos en Tokio.
ESTRENO
Puntaje: 10.

Ningunos perdidos en Tokio. Si de algo se trata Lost in Translation es de una película de encontrados. Pero por una burda simplificación marketinera, por comodidad ñoña o lisa y llana estupidez el título vernáculo de la película de Sofia Coppola "pierde en la traducción" -¡zás!- la intención del original en inglés.
Es más, pierde de vista un aspecto central: la fluorescente Tokio se diluye para abrirle lugar a una unión indoors. El flechazo entre Bob (Bill Murray) y Charlotte (Scarlet Johansson) -aunque ella lo ignore- se produce en un ascensor. Las miradas que cruzan esa chica casada con el patán más grande del planeta y el actor veterano que "está de vuelta" transcurren en el bar de un hotel. La escena de mayor proximidad entre ellos se da cuando los dos, tirados en la cama, hablan sobre sus vidas y él, tiernísimo, le acaricia un pie.
La ciudad es el fondo, la vemos todo el tiempo por la ventana. Y cuando no, hay encuentro (cómo olvidar la última secuencia cuando Bob ve -no pierde- a Charlotte entre la multitud y se besan, cuando ellos corren como chicos entre los videojuegos o el intercambio de canciones en el karaoke).
Así, el título "Perdidos en Tokio" resulta una falacia por donde se lo mire. Y un insulto al discreto encanto de SC, que no iba a permitir ninguna obviedad ni una metáfora trillada del tipo "qué chicos que somos en una ciudad tan grande" como Tokio, con sus infinitos carteles de neón y las risitas histéricas de los amables nipones.
Parece redundante decir que Bill Murray es -en varios aspectos- enorme: SC nos lo muestra en un ascensor rodeado de gente que no le llega ni al hombro. Todo el desencanto, toda la tristeza y toda la melancolía se reflejan en su agrietada y hermosa cara. Ante tal evidencia, SC prescinde de las palabras y nos regala gestos que no necesitan intérprete.
Recuperar eso que se pierde en cualquier traducción resulta una misión tan imposible como la propia historia de amor entre Bob y Charlotte que -como todas- nace y se muere en miradas, en guiños, en lo inasible.
Agustina Larrea.

posteado en cinequanon el lunes 23 de febrero del 2004

Gracias por la magia (y aguante la ficción) 

Todavía más sobre el final de El gran pez.
ESTRENO
Puntaje: 8

Como esos parientes inescrupulosos que suelen engañar a los más chicos de la familia con hombres de la bolsa que raptan a los que se portan mal, con generosos ratones que financian la caída de dentaduras o con sapos que crecen en las panzas de los que comen y no convidan. Así es Edward Bloom, un tipo que le contó las aventuras de su vida a su hijo Will como una fábula plagada de sucesos mágicos y de seres imposibles.
De grande, Will se propone investigar cómo fue el pasado de su padre en realidad porque siente que no lo conoce.
Al principio Edward puede parecer -a mí al menos me pasó- un viejo desagradable, engreído y fanfarrón. Pero el proceso de la película hace que comprendamos que su intención no era otra más que embellecer la historia: como un chico, Ed no miente, a veces exagera.
Tim Burton no redime al cuentero (de hecho, un médico le dice a Will cómo fue el día de su nacimiento: su padre estaba de viaje de negocios y su mamá lo parió como a cualquier bebé). Pero después de un largo recorrido el hijo logra entender al padre y le crea un final para su vida acorde con las historias de hadas que le contaba cuando era chico.
Como si fuera poco, Burton corta y pasa directamente al funeral: en una escena archiemocionante están reunidos todos los personajes fantásticos de los que hablaba el viejo en sus relatos. TB, otra vez, nos muestra que puede haber una verdad bigger than life que sólo es posible en la ficción, en los cuentos de Edward, en el cine mismo. Y que en esas ficciones -como el pescado que se le escapa a Ed y como su fábula- podemos ser eternos.
(Yo, como Edward, quisiera ser un pez).
Agustina Larrea.

posteado en cinequanon el domingo 22 de febrero del 2004

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